¡Glorifíquenme! No puedo compararme a los grandes. Y en todo lo que han hecho pongo «nihil». Jamás quiero volver a leer nada. ¿Un libro? ¡Qué me importan los libros! Antes creía que los libros se hacían de este modo: llegaba el poeta, entreabría fácilmente los labios y al momento comenzaba a cantar el simplón inspirado ¡ahí les va! Pero resulta que antes de que se comience a cantar caminan largo rato, les salen callos de tanto fermentarse, y en silencio chapotea en el limo del alma el tonto pez de la imaginación. Y mientras hierven, revolviendo con rimas cierto guiso de amor y ruiseñores, la calle se retuerce atrofiada, sin lengua, sin tener con qué gritar ni conversar. Orgullosos, levantemos de nuevo las torres de Babel de las ciudades mientras Dios destruyendo ciudades crea pastos y mezcla la palabra. La calle cargaba en silencio su tormento. Un grito le asomaba del gaznate. Se erizan, atravesados de través en taxis regordetes y huesudas calesas. Le han apeatonado el pecho. ¡Peores que la tisis! La ciudad cerró el paso con tinieblas. ¡Y cuando!… ¡De todos modos!… La calle escupió la turba a la plaza sacándose el atrio que aprisionaba su garganta, he pensado: entre un coro de arcángeles Dios, saqueado, va a castigar. Y la calle se sentó y lanzó un grito: «Vamonos a llenar la panza». Maquillan a la ciudad los Krupps y los kruppitos, amenazan enarcando las cejas. En la boca se pudren los cadáveres de palabras muertas, sólo dos viven y engordan: «canalla» y alguna otra más, «borsh», creo. Los poetas reblandecidos en llanto y en sollozos abandonan la calle, los cabellos hirsutos: ¿cómo tan sólo con esas dos cantarles a las señoritas, al amor, y a las florecitas cubiertas de rocío? Y tras los poetas los millares que habitan la calle: estudiantes prostitutas capataces. ¡Señores! ¡Deténganse! Dejen de comportarse como indigentes, no se atrevan a pedir limosnas. Nosotros, los robustos, que caminamos a trancos, no debemos obedecerlos, sino arrancarlos a todos ellos, a los que se aferran como un apéndice gratis a cada cama matrimonial. ¿Pedirles a ellos dócilmente «ayúdame»? ¿Rogarles con un himno, un oratorio? Creémoslas nosotros mismos como un ferviente himno entre el ruido de las fábricas y los laboratorios. ¡¿Qué me importa si bajo el fuego artificial de los cohetes Fausto se desliza con Mefistófeles por el parquet del cielo?! ¡Sé que tengo un clavo en la bota, una pesadilla mayor que las fantasías de Goethe! Yo el pico de oro, de quien cada palabra renueva el alma y celebra el cuerpo, les digo: ¡la más diminuta mota de lo vivo es más valioso que lo que he hecho y haré! ¡Escuchen! Predica convulso y quejoso Zaratustra, el labio-gritón de hoy. Nosotros con cara como sábanas soñolientas, con labios colgantes como lámparas, nosotros, presidiarios de ciudades-leprosarios, donde el oro y el lodo han llagado a la lepra, ¡estamos más limpios que el azul celeste de Venecia que bañan a diario los mares y el sol! ¡Me importa un bledo que ni en Homero ni en Ovidio aparezcan gentes como nosotros, picados por la viruela del hollín. Sé que el sol palidecería si pudiera ver las reservas de oro que guardan nuestras almas. Más seguros que los rezos son los tendones y los músculos. ¿Por qué habríamos de rogar una limosna al tiempo? ¡Nosotros, cada uno de nosotros, sostenemos en nuestras cinco las correas de transmisión del mundo! Esto me aupó al Gólgota de los auditorios en Petrogrado, en Moscú, en Odessa, en Kiev, y no hubo ni uno que no gritara: «¡Crucifíquenlo, crucifíquenlo!». Pero para mí todas las gentes (y también aquellas que me ofendieron) son lo más querido y cercano. ¿No han visto cómo un perro lame la mano que lo ha golpeado? Yo, escarnecido por las tribus de hoy como un chiste largo y escabroso, veo cómo avanza a través de montañas de tiempo alguien para todos invisible. Donde el ojo de los hombres se desploma segado, cual un jefe de hordas hambrientas con la corona de espinas de las revoluciones llegará el año dieciséis. Yo soy su profeta entre las gentes, estoy donde está el dolor: en todas partes; me he crucificado en cada lágrima. Ya no puedo perdonar nada. He quemado almas donde cultivaban la ternura. ¡Algo más difícil que tomar miles y miles de Bastillas! Y cuando, proclamando con una revuelta su arribo, salgan a recibir al salvador, yo me sacaré el alma, la pisotearé ¡para hacerla más grande!, y así ensangrentada se la daré como estandarte. |
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