¿No habremos de buscar ya en el niño las primeras huellas
de la actividad poética? La ocupación favorita y más intensa del niño es el
juego. Acaso sea lícito afirmar que todo niño que juega se conduce como un
poeta, creándose un mundo propio, o, más exactamente, situando las cosas de su
mundo en un orden nuevo, grato para él. Seria injusto en este caso pensar que
no toma en serio ese mundo: por el contrario, toma muy en serio su juego y
dedica en él grandes afectos. La antítesis del juego no es gravedad, sino la
realidad. El niño distingue muy bien la realidad del mundo y su juego, a pesar
de la carga de afecto con que lo satura, y gusta de apoyar los objetos y
circunstancias que imagina en objetos tangibles y visibles del mundo real. Este
apoyo es lo que aún diferencia el «jugar» infantil del «fantasear». Ahora bien:
el poeta hace lo mismo que el niño que juega: crea un mundo fantástico y lo
toma muy en serio; esto es, se siente íntimamente ligado a él, aunque sin dejar
de diferenciarlo resueltamente de la realidad. Pero de esta irrealidad del
mundo poético nacen consecuencias muy importantes para la técnica artística,
pues mucho de lo que, siendo real, no podría procurar placer ninguno puede
procurarlo como juego de la fantasía, y muchas emociones penosas en sí mismas
pueden convertirse en una fuente de placer para el auditorio del poeta.
La contraposición
de la realidad al juego nos descubre todavía otra circunstancia muy
significativa. Cuando el niño se ha hecho adulto y ha dejado de jugar; cuando
se ha esforzado psíquicamente, a través de decenios enteros, en aprehender, con
toda la gravedad exigida, las realidades de la vida, puede llegar un día a una
disposición anímica que suprima de nuevo la antítesis entre el juego y la
realidad. El adulto puede evocar con cuánta gravedad se entregaba a sus juegos
infantiles, y comparando ahora sus ocupaciones pretensamente serias con
aquellos juegos pueriles, rechazar el agobio demasiado intenso de la vida y
conquistar el intenso placer del humor. Así, pues, el individuo en crecimiento
cesa de jugar; renuncia aparentemente al placer que extraía del juego. Pero
quienes conocen la vida anímica del hombre saben muy bien que nada le es tan
difícil como la renuncia a un placer que ha saboreado una vez. En realidad, no
podemos renunciar a nada, no hacemos más que cambiar unas cosas por otras; lo
que parece ser una renuncia es, en realidad, una sustitución o una subrogación.
Así también, cuando el hombre que deja de ser niño cesa de jugar, no hace más
que prescindir de todo apoyo en objetos reales, y en lugar de jugar, fantasea.
Hace castillos en el aire; crea aquello que denominamos ensueños o sueños
diurnos. A mi juicio, la mayoría de los hombres crea en algunos períodos de su
vida fantasías de este orden. Ha sido éste un hecho inadvertido durante mucho
tiempo, por lo cual no se le ha reconocido la importancia que realmente
entraña.
El fantasear de
los adultos es menos fácil de observar que el jugar de los niños. Desde luego,
el niño juega también solo o forma con otros niños, al objeto del juego, un
sistema psíquico cerrado; aun cuando no ofrece sus juegos, como un espectáculo,
al adulto, tampoco se los oculta. En cambio, el adulto se avergüenza de sus
fantasías y las oculta a los demás; las considera como cosa íntima y
personalísima, y, en rigor, preferiría confesar sus culpas a comunicar sus
fantasías. De este modo es posible que cada uno se tenga por el único que
construye tales fantasías y no sospecha en absoluto la difusión general de
creaciones análogas entre los demás hombres. Esta conducta dispar del sujeto
que juega y el que fantasea tiene su fundamento en la diversidad de los motivos
a que respectivamente obedecen tales actividades, las cuales son, no obstante,
continuación una de otra. El juego de los niños es regido por sus deseos o, más
rigurosamente, por aquel deseo que tanto coadyuva a su educación: el deseo de
ser adulto. El niño juega siempre a «ser mayor»; imita en el juego lo que de la
vida de los mayores ha llegado a conocer. Pero no tiene motivo alguno para
ocultar tal deseo. No así, ciertamente, el adulto; éste sabe que de él se
espera ya que no juegue ni fantasee, sino que obre en el mundo real; y, además,
entre los deseos que engendran sus fantasías hay algunos que le es preciso
ocultar; por eso se avergüenza de sus fantasías como de algo pueril e ilícito.
Preguntaréis cómo
es posible saber tanto de las fantasías de los hombres, cuando ellos las
ocultan con sigiloso misterio. Pues bien: es que hay una clase de hombres a los
que no precisamente un dios, pero sí una severa diosa -la realidad-, les impone
la tarea de comunicar de qué sufren y en qué hallan alegría. Son éstos los
enfermos nerviosos, los cuales han de confesar también ineludiblemente sus
fantasías al médico, del que esperan la curación por medio del tratamiento
psíquico. De esta fuente procede nuestro conocimiento, el cual nos ha llevado
luego a la hipótesis, sólidamente fundada, de que nuestros enfermos no nos
comunican cosa distinta de lo que pudiéramos descubrir en los sanos. Veamos
ahora algunos de los caracteres del fantasear. Puede afirmarse que el hombre
feliz jamás fantasea, y sí tan sólo el insatisfecho. Los instintos
insatisfechos son las fuerzas impulsoras de las fantasías, y cada fantasía es
una satisfacción de deseos, una rectificación de la realidad insatisfactoria.
Los deseos impulsores son distintos, según el sexo, el carácter y las
circunstancias de la personalidad que fantasea; pero no es difícil agruparlas
en dos direcciones principales. Son deseos ambiciosos, tendentes a la elevación
de la personalidad, o bien deseos eróticos. En la mujer joven dominan casi
exclusivamente los deseos eróticos, pues su ambición es consumida casi siempre
por la aspiración al amor; en el hombre joven actúan intensamente, al lado de
los deseos eróticos, los deseos egoístas y ambiciosos. Pero no queremos acentuar
la contraposición de las dos direcciones, sino más bien su frecuente
coincidencia; lo mismo que en muchos cuadros de altar aparece visible en un
ángulo el retrato del donante, en la mayor parte de las fantasías ambiciosas
nos es dado descubrir en algún rincón la dama, por la cual el sujeto que
fantasea lleva a cabo todas aquellas heroicidades, y a cuyos pies rinde todos
sus éxitos. Como veréis, hay aquí motivos suficientemente poderosos de
ocultación; a la mujer bien educada no se le reconoce, en general, más que un
mínimo de necesidad erótica, y el hombre joven debe aprender a reprimir el
exceso de egoísmo que una infancia mimada le ha infundido para lograr su
inclusión en la sociedad, tan rica en individuos igualmente exigentes.
Los productos de
esta actividad fantaseadora, los diversos ensueños o sueños diurnos, no son, en
modo alguno, rígidos e inmutables. Muy al contrario, se adaptan a las
impresiones cambiantes de la vida, se transforman con las circunstancias de la
existencia del sujeto, y reciben de cada nueva impresión eficiente lo que
pudiéramos llamar el «sello del momento». La relación de la fantasía con el
tiempo es, en general, muy importante. Puede decirse que una fantasía flota
entre tres tiempos: los tres factores temporales de nuestra actividad
representativa. La labor anímica se enlaza a una impresión actual, a una
ocasión del presente, suceptible de despertar uno de los grandes deseos del
sujeto; aprehende regresivamente desde este punto el recuerdo de un suceso
pretérito, casi siempre infantil, en el cual quedó satisfecho tal deseo, y crea
entonces una situación referida al futuro y que presenta como satisfacción de
dicho deseo el sueño diurno o fantasía, el cual lleva entonces en sí las
huellas de su procedencia de la ocasión y del recuerdo. Así, pues, el
pretérito, el presente y el futuro aparecen como engarzados en el hilo del
deseo, que pasa a través de ellos.
Un ejemplo
cualquier, el más corriente, bastará para ilustrar esta tesis. Suponed el caso
de un pobre huérfano al que habéis dado las señas de un patrono que puede
proporcionarle trabajo. De camino hacia casa del mismo, vuestro recomendado
tejerá quizá un ensueño correspondiente a su situación. El contenido de tal
fantasía será acaso el de que obtiene la colocación deseada, complace en ella a
sus jefes, se halla indispensable, es recibido por la familia del patrono, se
casa con su bella hija y pasa a ser consocio de su suegro, y luego, su sucesor
en el negocio. Y con todo esto, el soñador se ha creado una sustitución de lo que
antes poseyó en su dichosa infancia; un hogar protector, padres amantes y los
primeros objetos de su inclinación cariñosa. Este sencillo ejemplo muestra ya
cómo el deseo utiliza una ocasión del presente para proyectar, conforme al
modelo pasado, una imagen del porvenir. Habría aún mucho que decir sobre las
fantasías; pero queremos limitarnos a las indicaciones más indispensables. La
multiplicación y la exacerbación de las fantasía crean las condiciones de la
caída del sujeto en la neurosis o en la psicosis. Y las fantasías son también
los estadios psíquicos preliminares de los síntomas patológicos de que nuestros
enfermos se quejan. En este punto se abre un amplio camino lateral, que conduce
a la Patología, y en el que por el momento no entraremos.
No podemos, en
cambio, dejar de mencionar la relación de las fantasías con los sueños. Tampoco
nuestros sueños nocturnos son cosa distinta de tales fantasías, como lo
demuestra evidentemente la interpretación onírica (#739). El lenguaje, con su sabiduría insuperable,
ha resuelto hace ya mucho tiempo la cuestión de la esencia de los sueños, dando
también este mismo nombre a las creaciones de los que fantasean. El hecho de
que, a pesar de esta indicación, nos sea casi siempre oscuro el sentido de
nuestros sueños obedece a la circunstancia de que también nocturnamente se
movilizan en nosotros deseos que nos avergüenzan y que hemos de ocultarnos a
nosotros mismos, habiendo sido por ello reprimidos y desplazados a lo
inconsciente. A estos deseos reprimidos, así como a sus ramificaciones, sólo
puede serles permitida una expresión muy deformada. Una vez que la
investigación científica logró encontrar la explicación de la deformación de
los sueños no se hizo ya difícil descubrir que los sueños nocturnos son
satisfacciones de deseos, al igual de los sueños diurnos, las fantasías, que
tan bien conocemos todos.
Pasemos ahora de las fantasías al poeta. ¿Deberemos
realmente arriesgar la tentativa de comparar al poeta con el hombre «que sueña
despierto», y comparar sus creaciones con los sueños diurnos? Se nos impone,
ante todo, una primera diferenciación: hemos de distinguir entre aquellos
poetas que utilizan temas ya dados, como los poetas trágicos y épicos de la
antigüedad, y aquellos otros que parecen crearlos libremente. Nos atendremos a
estos últimos y elegiremos para nuestra comparación no precisamente los poetas
que más estima la crítica, sino otros más modestos: los escritores de novelas,
cuentos e historias, los cuales encuentran, en cambio, más numerosos y entusiastas
lectores. En las creaciones de estos escritores hallamos, ante todo, un rasgo
singular: tienen un protagonista que constituye el foco del interés, para el
cual intenta por todos los medios el poeta conquistar nuestras simpatías, y al
que parece proteger con especial providencia. Cuando al final de un capítulo
novelesco dejamos al héroe desvanecido y sangrando por graves heridas, podemos
estar seguros de que al principio del capítulo siguiente lo encontraremos
solícitamente atendido y en vías de restablecimiento; y si el primer tomo acaba
con el naufragio del buque en el que nuestro héroe navegaba, es indudable que
al principio del segundo tomo leeremos la historia de su milagroso salvamento,
sin el cual la novela no podría continuar. El sentimiento de seguridad, con el
que acompañamos al protagonista a través de sus peligrosos destinos, es el
mismo con el que un héroe verdadero se arroja al agua para salvar a alguien que
está en trance de ahogarse, o se expone al fuego enemigo para asaltar una
batería; es aquel heroísmo al cual ha dado acabada expresión uno de nuestros
mejores poetas (Anzengruber): «No puede pasarme nada.» Pero, a mi juicio, en
este signo delator de la invulnerabilidad se nos revela sin esfuerzo su
majestad el yo, el héroe de todos los ensueños y de todas las novelas.
Otros rasgos
típicos de estas narraciones egocéntricas indican la misma afinidad. El hecho
de que todas las mujeres de la novela se enamoren del protagonistano puede
apenas interpretarse como una posible realidad, pero sí desde luego
comprenderse como elemento necesario del ensueño. Y lo mismo cuando las demás
personas de la novela se dividen exactamente en dos grupos: «los buenos» y «los
malos», con evidente renuncia a la variedad de los caracteres humanos,
observable en la realidad. Los «buenos» son siempre los amigos, y los «malos»,
los enemigos y competidores del yo, convertido en protagonista. Ahora bien: no
negamos en modo alguno que muchas producciones poéticas se mantienen muy
alejadas del modelo del ingenuo sueño diurno, pero no podemos acallar la
sospecha de que también las desviaciones más extremas podrían ser relacionadas
con tal modelo a través de una serie de transiciones sin solución alguna de
continuidad. Todavía en muchas de las llamadas novelas psicológicas me ha
extrañado advertir que sólo una persona, el protagonista nuevamente, es
descrita por dentro; el poeta está en su alma y contempla por fuera a los demás
personajes. Acaso la novela psicológica debe, en general, su peculiaridad a la
tendencia del poeta moderno a disociar su yo por medio de la autoobservación en
yoes parciales, y personificar en consecuencia en varios héroes las corrientes
contradictorias de su vida anímica. Especialmente contrapuestas al tipo del
sueño diurno parecen ser aquellas novelas que pudiéramos calificar de
«excéntricas», en las cuales la persona introducida como protagonista desempeña
el mínimo papel activo, y deja desfilar ante ella como un mero espectador los
hechos y los sufrimientos de los demás. De este género son varias de las
últimas novelas de Zola. Pero hemos de advertir que el análisis psicológico de
numerosos sujetos no escritores desviados en algunos puntos de lo considerado
como normal nos ha dado a conocer variantes análogas de los sueños diurnos, en
las cuales el yo se contenta con el papel de espectador.
Si nuestra
comparación del poeta con el ensoñador y de la creación poética con el sueño
diurno ha de entrañar un valor, tendrá, ante todo, que demostrarse fructífera
en algún modo. Intentaremos aplicar a las obras del poeta nuestra tesis
anterior de la relación de la fantasía con el pretérito, el presente y el
futuro y con el deseo que fluye a través de los mismos, y estudiar con su ayuda
las relaciones dadas entre la vida del poeta y sus creaciones. En la investigación
de este problema se ha tenido, por lo general, una idea demasiado simple de
tales relaciones. Según los conocimientos adquiridos en el estudio de las
fantasías, debemos presuponer las circunstancias siguientes: un poderoso suceso
actual despierta en el poeta el recuerdo de un suceso anterior, perteneciente
casi siempre a su infancia, y de éste parte entonces el deseo, que se crea
satisfacción en la obra poética, la cual del mismo modo deja ver elementos de
la ocasión reciente y del antiguo recuerdo. La complicación de esta fórmula no
debe arredrarnos. Por mi parte, sospecho que demostrará no ser sino un esquema
harto insuficiente; pero de todos modos puede entrañar una primera aproximación
al proceso real, y después de varios experimentos por mí realizados, opino que
esa consideración de las producciones poéticas no puede ser infructuosa. No
debe olvidarse que la acentuación, quizá desconcertante, de los recuerdos
infantiles en la obra del poeta se deriva en último término de la hipótesis de
que la poesía, como el sueño diurno, es la continuación y el sustitutivo de los
juegos infantiles.
Examinemos ahora
aquel género de obras poéticas en las que no vemos creaciones libres, sino
elaboraciones de temas ya dados y conocidos. También en ellas goza el poeta de
cierta independencia, que puede manifestarse en la elección del tema y en la
modificación del mismo, a veces muy amplia. Ahora bien: todos los temas dados
proceden del acervo popular, constituido por los mitos, las leyendas y las
fábulas. La investigación de estos productos de la psicología de los pueblos no
es, desde luego, imposible; es muy probable que los mitos, por ejemplo,
correspondan a residuos deformados de fantasías optativas de naciones enteras a
los sueños seculares de la Humanidad joven. Se me dirá que he tratado mucho más
de las fantasías que del poeta, no obstante haber adscrito al mismo el primer
lugar en el título de mi trabajo. Lo sé, y voy a tratar de disculparlo con una
indicación del estado actual de nuestros conocimientos. No podía ofrecer en
este sentido más que ciertos estímulos y sugerencias que la investigación de
las fantasías ha hecho surgir en cuanto al problema de la elección del tema
poético. El otro problema, el de los medios con los que el poeta consigue los
efectos emotivos que sus creaciones despiertan, no lo hemos tocado aún.
Indicaremos, por
lo menos, cuál es el camino que conduce desde nuestros estudios sobre las
fantasías a los problemas de los efectos poéticos. Dijimos antes que el soñador
oculta cuidadosamente a los demás sus fantasías porque tiene motivos para
avergonzarse de ellas. Añadiremos ahora que aunque nos las comunicase no nos
produciría con tal revelación placer ninguno. Tales fantasías, cuando llegan a
nuestro conocimiento, nos parecen repelentes, al menos nos dejan completamente
fríos. En cambio, cuando el poeta nos hace presenciar sus juegos o nos cuenta
aquello que nos inclinamos a explicar como sus personales sueños diurnos,
sentimos un elevado placer, que afluye seguramente de numerosas fuentes. Cómo lo
consigue el poeta es su más íntimo secreto; en la técnica de la superación de
aquella repugnancia, relacionada indudablemente con las barreras que se alzan
entre cada yo y las demás, está la verdadera ars poetica. Dos órdenes de medios
de esta técnica se nos revelan fácilmente. El poeta mitiga el carácter egoísta
del sueño diurno por medio de modificaciones y ocultaciones y nos soborna con
el placer puramente formal, o sea estético, que nos ofrece la exposición de sus
fantasías. A tal placer, que nos es ofrecido para facilitar con él la génesis
de un placer mayor, procedente de fuentes psíquicas más hondas, lo designamos
con los nombres de prima de atracción o placer preliminar. A mi juicio, todo el
placer estético que el poeta nos procura entraña este carácter del placer
preliminar, y el verdadero goce de la obra poética procede de la descarga de
tensiones dadas en nuestra alma. Quizá contribuye no poco a este resultado
positivo el hecho de que el poeta nos pone en situación de gozar en adelante,
sin avergonzarnos ni hacernos reproche alguno, de nuestras propias fantasías.
Nos hallaríamos aquí en trance de nuevas investigaciones, tan interesantes como
complicadas.
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